Una amarga espera

La crónica de más largo aliento
que hice este año, espero la disfruten.
Aquí la versión completa.



¡La sorpresa!


En la sala de espera se encuentra parte de la familia Cortés. El ambiente es tenso, no sólo por la apariencia de aquel remedo de clínica, sino porque ya transcurrió una hora sin recibir noticias. La paciencia de César no da abasto. Los nervios ya acabaron con las pocas uñas que todavía conservaba medio largas. Ahora se arrepiente por no haber tenido el valor de asistir al procedimiento cuando el médico le dio la oportunidad. Un sentimiento que en lugar de amedrentarlo, lo impulsa a buscar respuestas que sólo conseguirá si burla las restricciones de la sala por donde entró su novia. Reúne las fuerzas necesarias para colarse, pero antes de conquistar la segunda puerta del pasillo, se encuentra de frente con el médico que la atendió. Éste lo mira de arriba abajo con cara de preocupación y sólo atina a decirle:
— Disculpe señor, pero usted no puede estar aquí.
***
Ana Lucía Cortés, la mayor de cuatro hermanos, nació hace veintiún años en el seno de una familia humilde de Sandoná, Nariño. Un pueblo al suroccidente colombiano, donde la familia se ha dedicado a la agricultura y a comercializar diferentes productos de la caña. Actividades típicas de la región que la pequeña Ana nunca disfrutó, pues desde niña jugaba con sus muñecas de trapo a ser doctora, añorando una vida en los hospitales y las clínicas.

Durante la pubertad se las ingenió para convertirse en una visitante frecuente del puesto de salud, el único que había en la zona rural. Ir a ese sitio, que no contaba con mayores lujos e instrumentos quirúrgicos, fue el mejor taller de orientación vocacional que pudo haber recibido. Con el paso del tiempo ya era amiga de varios médicos y enfermeras, como el Dr. Montezuma, un traumatólogo que se encargaba de rearmar los cuerpos de sus paisanos. Sufría y disfrutaba por igual con los pacientes cuando les acomodaban la clavícula, el radio, la tibia y otros tantos huesos rotos, fruto de accidentes propios del trabajo pesado del campo. Fue estando ahí, en una de sus visitas rutinarias al pabellón de los gemidos, cuando se cruzó por primera vez con César, un joven cotero que acudió al lugar por una fractura en su brazo derecho. Un encuentro fortuito al que le continuó una amistad que terminaría en su primer noviazgo.

Una relación discreta, que se mantuvo gracias a la custodia y alcahuetería de Clara Isabel, hermana dos años menor y cómplice de cabecera, quien vivía un romance similar con el primo de César. Aquel tiempo, donde Ana terminaba sus estudios de bachillerato y Clara seguía sus pasos un año lectivo atrás, se vio empañado por la inesperada noticia del embarazo de la menor.

Como era de esperarse en una familia conservadora como la Cortés, el paso a seguir fue ascender de colegiala a ama de casa, de señorita a señora. Un revuelco familiar que terminó por dividir el amor y la atención de los padres. Por un lado estaba la mamá dando la mejor cátedra de cómo criar un hijo y llevar un embarazo saludable. Por el otro bando, el papá y los hermanos concentraban sus fuerzas en alejar de la ignorancia y los caminos de la maternidad a Ana. Entonces, en contra de todo pronóstico económico, la despacharon a la capital vallecaucana para convertirla en “una profesional responsable”. Es obvio que ellos no contaban con que dos años más tarde la estudiante de Fisioterapia repitiera la historia. Como tampoco alcanzan a suponer la decisión que rondaría por su cabeza, ella sabe que aún puede “no decepcionarlos e interrumpir aquella sorpresa embarazosa”.

Recogiendo los pasos

Durante la primera etapa de exploración en el tema del aborto, sólo contaba con lo básico: textos legales y testimonios escuetos de terceros. Hasta el momento lo único que sobresalía era la presunta frecuencia con que se practican abortos en un país donde, según Ley 599 de 2000, está prohibido y se considera un delito con pena de uno a tres años de cárcel.

Si bien es cierto que los casos recogidos tenía en común la clandestinidad e ilegalidad, existen situaciones donde es permitido abortar: cuando el embarazo sea fruto de una violación denunciada, cuando haya una malformación grave del feto que sea incompatible con la vida, o cuando el embarazo represente riesgo para la vida de la madre. Una despenalización que se dio gracias a la batalla legal que libraron en 2006, mediante el proyecto Laicia (Litigio de Alto Impacto en Colombia: la Inconstitucionalidad del Aborto), la Women’s Link Worldwide y el Center for Reproductive Rights, encabezados por la abogada Mónica Roa.

Ahora bien, a pesar del buen número de referenciadas y relatos que había acumulado, ninguna de las implicadas quería contar detalles. No había sido posible reunirme con alguna, hasta hoy, cuando la amiga de un colega accedió y me citó en un café al norte de la ciudad.

Es una mujer delgada, trigueña, de ojos grandes y pelo vagamente ondulado. Da la sensación de ser desinhibida, no sólo por su tono de voz —alto y con una dicción impecable—, sino por el poco tiempo que le llevó entrar en confianza.
— ¿Te cuento de una vez cómo fue o me harás preguntas?
— Primero ordenemos algo de tomar, ¿te parece?
Durante el tiempo que tardó en llegar el par de cafés a la mesa, Dayana narró que es egresada del Liceo Francés Paul Valery, un colegio que tiene presencia en más de 275 países y cuenta con un modelo de educación europeo. También aclaró que tiene veinte años y estudia en la Facultad de Humanidades de la Universidad de los Andes en Bogotá.
— ¿Fue en Bogotá lo del embarazo?—, me atrevo a preguntar para retomar el tema. Ella niega insistentemente con la cabeza mientras termina de tomar un sorbo de café. Luego comienza a revivir la historia remontándose a los días en que cursaba décimo y tenía 16 años.
— Fue muy difícil cuando me enteré del embarazo, porque estaba en el colegio y había sido producto de una relación con alguien que no quería mucho. Nunca pensé que fuera a quedar embarazada, pues me ‘cuidaba’ o al menos así creía. Pero es una bobada decir eso cuando no planificás. Incluso creo que varias veces se le rompió el condón o algo así. Por eso, a estas alturas, sé que planificar no es ponerse un condón y ya.
“Para salir de la duda, fui sola a hacerme la prueba y casi me muero cuando salió positiva. Rápidamente llamé a mi novio que estaba fuera del país. Una semana y media después cuando llegó, le mostré la prueba y gracias a Dios recibí mucho apoyo, al punto que contempló la posibilidad de tenerlo. ¡Era increíble! Él no alcanzaba a dimensionar lo que estaba pasando: ¡¿Tener un hijo a los 16 años cuando tus papás se han matado por tenerte en un colegio?! No, eso no estaba entre mis planes, ¡jamás!”
“Entonces, fuimos a buscar dónde abortar y fue la cagada. Visitamos muchos lugares antes de dar con el que consideramos apropiado. ¡No te imaginás la cantidad de sitios que hay en la ciudad! Desde ahí, descubrí que abortar era la cosa más sencilla de hacer en Cali, bueno y creo que en Colombia. Todo el mundo lo ha hecho, incluso hay viejas que lo hacen por deporte”.
Dayana no ha vuelto a beber de su café. El afán por contar cada detalle de lo vivido no le permite tomar aliento. Tal vez la versatilidad que ha adquirido estudiando Literatura hace que su historia tenga un tono fantástico que por momentos resulta increíble. Supongo que mi expresión de sorpresa y desconfianza le advirtió lo que estaba pensado y por eso decidió invitarme a recoger sus pasos.
El primer lugar que visitamos fue una casa en un barrio residencial que nada tenía de semejante a una clínica. Hoy está remodelada y habitada por una familia que desconoce las actividades realizadas en el garaje por los antiguos inquilinos. Al sitio llegaron referenciados por un amigo de su novio, quien había financiado ahí un aborto de su pareja. No obstante, el desagrado que producía la fachada no la motivó a dar un paso más allá de la improvisada recepción.
Minutos más tarde, impulsados por el temor que sentían para explicar lo que necesitaban, visitaron varias droguerías aledañas con la excusa de cotizar medicamentos que regularan la menstruación. De esa forma era posible que algún vendedor se compadeciera y les ofreciera pastas para acabar el embarazo, o al menos un consejo. Pero siempre obtuvieron la misma respuesta: “esto no sirve para abortar”.
Del barrio farmacéutico continuamos hacia San Fernando, sector tradicional al sur de Cali, donde Dayana señaló la última estación en la que dejó de cargar la cruz. El lugar es una droguería que funciona las veinticuatro horas y todavía es propiedad de los mismos dueños: una pareja de esposos, donde sólo el hombre es cómplice del “negocio” que tiene la enfermera. Su silencio se mantiene gracias al 20% de comisión que obtiene por práctica ($100.000 de ese entonces).
— Al día siguiente, llegamos puntuales con el dinero y comenzamos el procedimiento que fue horrible. Adentro de la sala de inyectología me mostró dos pastillas azules, dos de otro color, dos chiquitas, dos medianas… ¡Eran muchas pastillas! Entonces me dijo: “estas grandes se las voy a meter ya, éstas en dos minutos, éstas en media hora y éstas se las toma vía oral”.
Finalizado el proceso, la enfermera formuló otras pastillas para el dolor, además de ofrecer sus números telefónicos como garantía, por si le subía fiebre o pasaba algo. Cuando Dayana se disponía a incorporarse y trataba de entender las sensaciones de su cuerpo en respuesta a los medicamentos, atendió con cuidado las últimas recomendaciones dadas con picardía.
— Le advierto que no puede tener relaciones sexuales en los próximos dos meses y además durante los siguientes tres días debe usar pañales—, tiempo en el que sufrió profundos e intensos dolores que espera no volver a sentir.
Antes de partir del lugar y separar nuestros caminos, Dayana rememora angustiada los días que esperó para que “la masa” terminara en el fondo del pañal. Tener que asistir al colegio en pañales, sumado a los fuertes retorcijones que no cedían ante las pastas para el dolor, produjeron en ella un coctel de remordimiento que la llevó al límite de la carga emocional. No fue fácil continuar la relación con el novio, que habría de acabarse un mes después, e incluso llegó a sentir culpa a pesar de estar segura que estuvo en todo su derecho.
— Yo sé que el hecho mismo de quedar embarazada es irresponsable, pero no con el bebé, sino con tu cuerpo, con vos misma, con tu autoestima y felicidad. Por eso pensé en mí y no en la bola.
Palabras que pronunció para sentenciar nuestra despedida, dejando claro que el Código Civil colombiano ampara su teoría, debido a que según éste las personas comienzan a existir jurídicamente al separarse del cuerpo de la madre, por tanto el derecho a la vida comenzaría ahí. Pese a ello la discusión sobre la titularidad de derechos de los no nacidos no se ha zanjado aún. Algunos argumentan que empieza desde un momento anterior como la fecundación, la concepción, o al desarrollarse el sistema nervioso en el feto.
Frente a este tema la abogada Roa, en su travesía legal para despenalizar el aborto, tuvo el siguiente argumento:
— No se trata de esperar a que la gran discusión de científicos, filósofos y teólogos sobre cuándo comienza la vida humana tenga una respuesta satisfactoria para todos. Simplemente no creo que sea posible llegar a un consenso. Lo importante, entonces, es entender que incluso si admitiéramos que el no nacido tiene derechos, éstos no podrían considerarse absolutos, pues ninguno de los derechos fundamentales lo es. Todo derecho tiene como limitación los derechos de los demás y deben, por tanto, ponderarse en cada caso los intereses jurídicos en conflicto.

El fin de la espera

Ana mantiene en secreto las ocho semanas que lleva de embarazo, nadie en la familia, ni siquiera César, imaginan que su actitud en los últimos días se debe a que carga semejante noticia. Normalmente las temporadas que pasa de vacaciones en Sandoná las vive al lado de César, salvo los domingos que comparte con la familia, sin embargo esta vez ha estado distante de todos. Es una manera para evitar tener que dar respuestas y razones de su silencio, sobre todo después que ratificó en el puesto de salud, donde todavía visita al viejo Dr. Montezuma para sostener largas charlas, que está embarazada hace dos meses. El médico es, hasta el momento, el único que sabe de su estado resguardándolo como un asunto médico-paciente.

— ¿Cuándo piensas contarle a César que va a ser padre?
— No sé… Realmente no creo que vaya a hacerlo… No será necesario si me ayuda a terminar con este problema.
La sorpresiva respuesta enmudece al médico. Es la primera vez en toda su carrera que una paciente solicita algo similar y jamás imaginó que sería precisamente su aprendiz innata, casi su propia hija, quien lo hiciera. No sabe si lo que espera es un consejo para amedrentarla o una fórmula eficaz para abortar. En cualquier caso él no tiene respuestas.
Por eso, lo primero que se le ocurrió advertir fue sobre los peligros:
— Tú sabes que el embarazo per se es un riesgo, por tanto el aborto es un riesgo mayor que puede tener consecuencias a mediano y largo plazo.
Una recomendación que sobraba, pues la hija mayor de la familia Cortés ya tiene claro las consecuencias de la decisión. Por eso cuando escuchó al Dr. Montezuma continuar con el sermón sobre el gran peligro que corren el embrión y el feto en el primer trimestre —del 30% al 40% de los embarazos totales pueden perderse de manera espontánea—, adivinó que su buen amigo y doctor no quería ser testigo de una práctica similar. Más bien la invitaba a esperar para que la naturaleza escogiera su caso dentro de las estadísticas de autorregulación. Si bien la posición del médico estaba clara, Ana todavía quiere obtener más información.
— ¿Cuéntame entonces cómo se practica un aborto cuando es legal?
— Si la paciente ha sido producto de una violación hay un protocolo donde se hace una serie de pruebas para analizar posibles enfermedades venéreas. Luego se le suministra un medicamento que evita la fecundación, siempre y cuando hayan pasado pocas horas desde del contacto sexual. En el caso de que la paciente consulte tarde y el embarazo haya avanzado, se realiza un legrado, dependiendo de la edad de gestación y los protocolos de la clínica. En algunas permiten realizar el aborto con los mismos medicamentos que se usan clandestinamente, bajo observación. Ya si el embarazo está muy avanzado se realiza una cesárea.
— ¿Y cuáles son esos medicamentos?
El señor Montezuma suspiró:
— No pienso decírtelo mi amor… —Volvió a suspirar—. Espero me entiendas.
***
El laboratorio Serh de la Universidad del Valle, lugar de prácticas para la rehabilitación humana, es ahora escenario del festín para la vida. Se trata del popular baby shower, que los futuros colegas de Ana Lucía organizaron. La decoración no dista mucho de la de una fiesta de cumpleaños, sólo que las bombas y adornos son en su mayoría de color blanco y violeta. En uno de los rincones del salón, donde se arrumaron algunas camillas, se encuentra la recepción en forma de mesa redonda. Para llegar ahí es inevitable cruzarse con el cesto de los regalos. Una estrategia que obligaba a los invitados a despojarse del suyo antes de poderse sentar.

En medio de la música y casi con la totalidad de los invitados presentes, la figura rolliza de Ana irrumpe en el lugar. No puede ocultar el asombro que le produce semejante escena; no esperaba un gesto así por parte de sus compañeros, como tampoco enfrentarse de esa manera a una realidad que hasta el momento había disimulado gracias a su contextura física. Su estado de ánimo es el reflejo de lo vivido en los últimos meses, periodo donde ha continuado sus estudios con una carga emocional que la agobia por las noches, las mismas que ahora comparte con César, quien se trasladó a la ciudad “para estar con ellas”.

***

Han pasado dos meses desde que se celebró la fiesta universitaria en honor a Ana. En aquel entonces su sonrisa terminó iluminando el espacio, tal como lo hace ahora en la clínica, donde las lágrimas no dan espera. Acaba de terminar su proceso de parto natural y en el rostro mantiene la expresión de alegría que la ha caracterizado. Se suponía que César asistiría al parto, pero el estómago no le dio para tanto. Prefirió esperar afuera mientras llegaba el resto de la familia, hasta el momento sólo lo acompaña Clara Isabel.

Entretanto Ana recupera el aliento mientras carga su bebé en los brazos. Una pequeña que nació con abundante pelo en la cabeza y muchas ganas de hacerse escuchar, no para de llorar ni siquiera porque la mamá la mece cariñosamente.

En la sala de espera ya se encuentra toda la familia Cortés en compañía de César y su padre. Algunos de ellos oran junto a Clara Isabel. Otros se distraen bebiendo café y actualizándose en los pormenores familiares. El paso de tiempo hace suponer que el parto terminó y esperan noticias por parte del cuerpo médico.

Al interior de la sala de partos los llantos entrecortados no cesan. El médico realiza los exámenes de rutina encontrando un balance positivo en general, solamente le preocupa la cantidad de oxigeno que esté llegando a los pequeños pulmones de la bebita. Situación que obliga el traslado del neonato hacia la sala de Cuidados Intermedios para descartar cualquier posible problema respiratorio.

Después de transcurrida una hora completa sin noticias de la nueva integrante de la familia, el ambiente se torna tenso e insoportable. La paciencia de César no da abasto. Ha intentado recibir respuestas de varios médicos que salen y entran de la sala pero fue inútil. Entonces toma fuerza y decide eludir las restricciones para enfrentar al médico que las atendió. No alcanza a atravesar el pasillo cuando se topa con él. Éste lo mira de arriba abajo con cara de preocupación y sólo atina a decirle:

— Disculpe señor, pero usted no puede estar aquí—. En ese momento ninguno imagina que acaba de cruzarse con la persona que buscan.
— ¡No me voy a salir hasta que me den razón de mi hija!
Inmediatamente el ginecobstetra descubre que aquel hombre es el padre del bebé que minutos antes vio nacer. Por un instante piensa que lo mejor será calmarlo y llevarlo a la sala de espera, pero sabe que sería imposible. Entonces respira profundo queriendo ganar unos segundos más, levanta la cara y, evitando contacto visual con el desesperado padre, dice:
— Su hija sufrió un paro cardiopulmonar… Lo siento mucho.