Adiós. Hasta pronto. Luego nos vemos

Al Amigo
III

Una aterradora mirada a un drama aislado


En la entrada del túnel que conduce hacia la sala para abordar los aviones de vuelos internacionales, una familia completa: mamá, papá, hermano, tía, prima, novia y el amigo de toda la vida, están despidiendo al deportista “orgullo de la casa”. El joven parte hacia Argentina con la ilusión de que sus dotes como futbolista logren vincularlo a un reconocido equipo de Buenos Aires. La algarabía de esta típica familia, y no el segundo llamado de la operadora para abordar, logran sacar a Jacobo de la lectura que lo ha entretenido durante la espera. Aquella imagen de llantos, despedidas y abrazos con fuerza, le recuerda uno de los primeros cuentos/poemas/cartas que escribió para Mariana. Una carta –sí, definitivamente ésta fue una carta– que narraba lo terrible que era para él abandonarla cada noche cuando partía de la universidad hacia la casa, sabiendo que mientras él recordaría su aroma, ella no se daba ni por enterada de su existencia.
Para Mariana los seis años al lado de Jacobo fueron una experiencia inolvidable. Quizá nunca había estado tan bien atendida y quizá no lo vuelva a estar. Desde el comienzo sintió que aquella unión no sería eterna, como lo escribía Jacobo en todas las cartas que le regaló. No imaginó una vida al lado de un ser tan hermoso y tan pasivo, por eso, cuando este soñador comenzó a hablarle de matrimonio, de vivir hasta que la muerte los separe, de esto y de aquello, la despedida comenzó una irremediable carrera, que Jacobo nunca quiso observar.
Después de varias discusiones, ires y venires, sobre el temita del matrimonio, Mariana tomó la difícil decisión de confrontarlo y hacerle saber que para ella ya era tiempo de cerrar el ciclo. Para Jacobo esto era imposible. ¿Cómo pretendía Mariana que se separaran, sí toda su literatura, sueños y musas estaba ligadas a ese pequeño cuerpo? La respuesta fue fácil, sentándolo tres horas en un café, con toda la frialdad de la vida, diciéndole que esto se acabó y que por favor no la vuelva a buscar, que todo estuvo hermoso, pero que ya estuvo bien, que hasta aquí y que si quiere cuente con ella como una amiga incondicional. Todo un acto diplomático que dejó a Jacobo sin argumento alguno.
Antes de dirigirse hacia el túnel para abordar el avión que lo llevará a una nueva vida lejos de la tierra que lo hizo tan feliz y tan cautivo al mismo tempo, Jacobo se acerca a la cafetería que tiene delante, en donde están sentados un joven de unos 28 años y una niña que no supera los diez. En el mostrador ordena un café expreso en vaso grande, luego se sienta en la mesa que está al lado de la pareja y de nuevo se introduce en el libro que lo ha entretenido todo este tiempo.



Doña Paulina permanece en silencio contemplado una llave de color azul que está anudada al manojo de llaves de su casa. En su rostro se refleja una impotencia terrible por el cambio que ha tenido el día. Ahora está sentada en una sala de espera del aeropuerto El Dorado para ver si logra adelantar el viaje. Todos los planes culinarios de la mañana han muerto.
Desde que llegó a la casa de la familia Velásquez y tomó el auricular para atender la llamada proveniente de Cali, su actitud cambió y su fuerte personalidad se vio quebrantada. Tan sólo la nieta sabía de lo sucedido, pero como no era normal verla así, el resto de la familia intuía que la llamada traía malas noticias. Cuando Doña Paulina terminó de hablar, soltó las bolsas en la entrada y se dirigió a la habitación. Estando ahí, se acostó sobre la cama en posición fetal y no paró de llorar por más de media hora.
Julio Velásquez, el hijo de Doña Paulina, no ha dejado de insistirle a las operadoras del aeropuerto El Dorado para que le den un cupo en otro vuelo con destino a la cuidad de Cali. La afluencia de viajeros en esta época hacia aquella cuidad, ha dejado casi sin esperanza a la pobre vieja. Lo máximo que ha conseguido el hijo de la anciana, es poder enviarla en el avión de las 7:30 p.m. y no en de las 9:00 p.m. como dice el tiquete de reserva.
Después de cinco horas de permanecer en silencio y observar la llave, Doña Paulina se levanta de la silla y se dirige con los ojos llenos de lágrima hacia la cafetería del lugar. Ahí ordena un trago de Anís doble y se lo bebe de inmediato, al igual que el siguiente y el siguiente que les sirvieron por órdenes propias. De inmediato se seca las lágrimas, voltea hacia donde está la familia y con ahínco les dictamina que es hora de dejarla sola, no necesita más del pesar que sienten ahora por ella.
Sin despedirse de ninguno de los familiares, Doña Paulina, agarra su maleta y con el ánimo de no incomodar más a la familia Velásquez, se dirige a la sala de espera donde sólo ella puede entrar.



Han pasado cinco horas desde que Luna viajó al cielo. Cinco horas desde aquel infortunado accidente, en que Maria Camila fue testigo ocular de la muerte de su hermosa guerrera, por la cual hasta el momento no derramado ni una sola lágrima. La reacción de la niña ha dejado atónito a Samuel[1], quien corrió con todos los papeleos para que el cuerpito de la gata fuese cremado.
Maria Camila y Samuel va rumbo al aeropuerto ubicado en las afueras de la ciudad, con el fin de recoger a la mamá de la niña, que viene desde Cartagena, en donde ha estado el último mes por cuestiones de trabajo. En la parte posterior del automóvil va el cofre con las cenizas de la gata. El silencio reina. La niña observa atenta el paisaje de los cañaduzales que acompaña la carretera por donde transitan. Para ella esta imagen es un valle inhóspito, donde no hay vida. La oscuridad de esa noche sin luna, hace juego con los bellos ojos negros de María, que traen consigo una aterradora tristeza.

- Papi, detén el carro. Dice María Camila rompiendo el silencio.
- Por supuesto hija... ¿No te sientes bien?

María Camila no responde. Samuel orilla el automóvil y detiene por completo el movimiento. La niña abre la puerta del copiloto, en donde ha estado sentada. Afuera, abre la puerta trasera del auto y saca el cofre aún sin pronunciar palabra.

- Este valle es el lugar perfecto para las cenizas. Es un valle muerto. Comenta María Camila mientras observa el horizonte de los cañaduzales.

Samuel al oír esas palabras tan frías salir de la boca de semejante ternura de niña, involuntariamente deja caer varias lágrimas de sus ojos. María Camila en tanto, ya se ha alejado unos cuantos metros de carro. Estando ahí, la niña abre el cofre y deja volar las cenizas y vuelve con éste en la mano.
Al acercarse al carro, observa al padre y deja esbozar una sonrisa.

- El cofre me lo llevo, porque le puede servir a mamá. Ahora vamos por ella, que nos cogió la tarde.

La niña sube al carro y Samuel con el rostro destrozado por la tristeza sigue conduciendo hacia el aeropuerto.


El viaje de la anciana fue un tormento. Hubo varios momentos en donde los vacíos producidos por el avión, le ocasionaron fuertes dolores de cabeza. Veinte minutos de vuelo en los cuales los pasajeros que viajaban con ella, la tuvieron que soportar. No paró de gritar y quejarse por las dolencias.
La anciana esperaba ver una cantidad enorme de personas en el aeropuerto, quizá porque quería tener el consuelo de sentirse acompañada por desconocidos que hacían bulto y calor humano, o por la supuesta afluencia de visitantes a Cali. Sin embargo, el lugar está más bien desolado. Hay unos pocos viajeros esperando para abordar, unas cuantas personas a la expectativa por los que llegan y un trío de individuos en la única cafetería que está disponible en el momento. Aquella imagen robó su atención, pues en ellos veía una tristeza igual o mayor a la que se apoderaba de su corazón. Por esto, tomó la decisión de postergar por un momento la inevitable llegada para hacerle frente al problema y se dirigió hacia ellos, para hacer parte de tan triste cuadro. En el mostrador ordenó un Anís y se sentó en la mesa del rincón que le permitía observar a los tres: un lector solitario, una niña sin brillo en los ojos y un joven que no puede ocultar las ganas de llorar.

[1] Creo que a él no se los he presentado. Pues que les digo; Samuel es un joven alto, de piel blanca, cabello oscuro y rizado, de contextura gruesa. Tiene 28 años, Ingeniero de profesión, padre de Maria Camila e hincha empedernidote de uno de los equipos más tradicionales de Colombia: el América de Cali. Aunque Samuel es un joven apasionado por la rumba y algo manipulador con el sexo opuesto, es muy débil. Le rompe el corazón ver cuando su hija sufre y cada que le sucede algo desafortunado, por más ínfimo que sea, llora a escondidas.