Suena el teléfono. Son las 4:30 de la madrugada. No es el teléfono de la casa, es mi celular y otra vez es él. La verdad detesto contestar a esta hora, pero sin no lo hago será muy probable que no me deje dormir. Quizá sea algo importante. Quizá necesite de mi ayuda. Quizá sólo sea para joderme de nuevo. Quizá tenga que colgarle y apagar mi teléfono.
Cuando lo conocí me encantó su manera de mirarme a los ojos y hacer que cada palabra que improvisaba yo la creyera. Me fascinaba esa forma de coquetear y de manejar sus atributos de galán. Desde un comienzo sabía que no iba a ser la única, pero era imposible no caer. Sin embargo, nunca imaginé que el tormento de nuestra unión, no iba ser precisamente por otras mujeres.
Nuestra primera noche (mi primera noche) tuvo lugar después de una gran rumba, en donde bebimos como locos y bailamos hasta el cansancio. Con licor en la cabeza fue lo máximo. La desinhibición era total y el sexo el mejor que supo hacerme. Esa noche fue la mezcla de cariño y pasión que toda mujer sueña.
Después de muchos meses, el sexo se convirtió en un ritual posterior a la rumba. Muchas veces no estábamos juntos, pero sabía que si a la madrugada sonaba mi celular, era porque vendría por mí para hacerme suya. El sabor de mis fines de semana se había convertido en el licor y mi paladar gozaba con ello.
La desgracia vino un mes después de habernos ido a vivir juntos. De la locura por los besos con sabor a aguardiente, pasamos a los insultos y gritos con la (mala) modulación típica de un borracho. Era muy común que de un “HIJA DE PUTA… PERRA”, siguiera un “PERDÓNAME AMOR, PERO NI POR EL PUTAS ME VAS A DEJAR”. Ya nada me daba alegría, todo era muy triste. Nunca creía que un ser humano tan especial, tan bello e inteligente, llegase a ser tan estúpido, cuando el licor lo dominaba.
(Por aquel entonces estaba fascinada con Charles Bukowski, un gran escritor que vivió –literalmente- borracho y que su mayor virtud era hacer escándalos en las reuniones de la elite social, a las que asistía completamente ebrio. Que casualidad leer algo que vivía en carne propia. Y yo no creo en las casualidades)
Como era obvio, la relación no continuó. Fue difícil dejarlo –si es que lo hice- porque desde que no vivimos juntos, las conexiones por teléfonos son constantes. Todos los fines de semana me llama ebrio a la madrugada a decirme que me ama; que me necesita; que lo golpearon y que está muy mal; que nunca me quiere volver a ver; que ninguna es como yo; que soy la mejor madre del mundo; que me ama; que me odia; que me desea; que me aborrece; que si; que no.
Definitivamente él no sabe cuanto me entristece su estado (no estado) que tiene los fines de semana. No sabe cuanto me duele que eche a la basura su juventud por una MALDITA botella de licor. Y lo que más me duele es que ese estado me ha hecho desear su muerte.
-Lo mejor es que te hundas en tu idiotez para que yo sufra con mi sabiduría por haberte hecho parte de mi vida. Ahora, ¡PÚDRETE, PORQUE NO TE VOY A CONTESTAR!
Cuando lo conocí me encantó su manera de mirarme a los ojos y hacer que cada palabra que improvisaba yo la creyera. Me fascinaba esa forma de coquetear y de manejar sus atributos de galán. Desde un comienzo sabía que no iba a ser la única, pero era imposible no caer. Sin embargo, nunca imaginé que el tormento de nuestra unión, no iba ser precisamente por otras mujeres.
Nuestra primera noche (mi primera noche) tuvo lugar después de una gran rumba, en donde bebimos como locos y bailamos hasta el cansancio. Con licor en la cabeza fue lo máximo. La desinhibición era total y el sexo el mejor que supo hacerme. Esa noche fue la mezcla de cariño y pasión que toda mujer sueña.
Después de muchos meses, el sexo se convirtió en un ritual posterior a la rumba. Muchas veces no estábamos juntos, pero sabía que si a la madrugada sonaba mi celular, era porque vendría por mí para hacerme suya. El sabor de mis fines de semana se había convertido en el licor y mi paladar gozaba con ello.
La desgracia vino un mes después de habernos ido a vivir juntos. De la locura por los besos con sabor a aguardiente, pasamos a los insultos y gritos con la (mala) modulación típica de un borracho. Era muy común que de un “HIJA DE PUTA… PERRA”, siguiera un “PERDÓNAME AMOR, PERO NI POR EL PUTAS ME VAS A DEJAR”. Ya nada me daba alegría, todo era muy triste. Nunca creía que un ser humano tan especial, tan bello e inteligente, llegase a ser tan estúpido, cuando el licor lo dominaba.
(Por aquel entonces estaba fascinada con Charles Bukowski, un gran escritor que vivió –literalmente- borracho y que su mayor virtud era hacer escándalos en las reuniones de la elite social, a las que asistía completamente ebrio. Que casualidad leer algo que vivía en carne propia. Y yo no creo en las casualidades)
Como era obvio, la relación no continuó. Fue difícil dejarlo –si es que lo hice- porque desde que no vivimos juntos, las conexiones por teléfonos son constantes. Todos los fines de semana me llama ebrio a la madrugada a decirme que me ama; que me necesita; que lo golpearon y que está muy mal; que nunca me quiere volver a ver; que ninguna es como yo; que soy la mejor madre del mundo; que me ama; que me odia; que me desea; que me aborrece; que si; que no.
Definitivamente él no sabe cuanto me entristece su estado (no estado) que tiene los fines de semana. No sabe cuanto me duele que eche a la basura su juventud por una MALDITA botella de licor. Y lo que más me duele es que ese estado me ha hecho desear su muerte.
-Lo mejor es que te hundas en tu idiotez para que yo sufra con mi sabiduría por haberte hecho parte de mi vida. Ahora, ¡PÚDRETE, PORQUE NO TE VOY A CONTESTAR!